La puerta se abrió por fin tras un breve forcejeo, y dejó ver la habitación del primer hostal que se habían encontrado en el centro: olía a humedad y era extremadamente pequeña. Tenía una cama individual con una manta marrón, un lavamanos al lado de la cabecera, un armario empotrado, y una pequeña ventana que daba al muro del edificio de enfrente, por la que no entraba demasiada luz para ser las 7:30h de la tarde en pleno mes de mayo. Carlos vaciló por un instante antes de atreverse a pasar al interior. No era fácil, ya que al abrir la puerta te encontrabas de morros con los pies de la cama y una silla que estaba entre la puerta y la pared impedía abrir del todo, por lo que prácticamente tenías que saltar por encima del colchón para poder entrar. María hizo el mismo malabarismo, y los dos se encontraron en mitad del cuartucho mirando a su alrededor en actitud incómoda, sin saber muy bien qué hacer.
Hubo un silencio.
Desde fuera se oían las pisadas de los demás huéspedes, maletas rodando por el suelo, la madera de las viejas escaleras crujía al paso de los extranjeros y no extranjeros que entraban y salían del hostal.
Carlos miraba a María; no le quitaba ojo de encima mientras luchaba por no romper a llorar. Sus ojos claros se humedecían, no podía articular palabra, aunque tampoco sabía muy bien qué le quedaba por decir, y seguía sin soltar la bolsa de viaje, como si no quisiera aceptar que iba a quedarse allí él solo. Su respiración era fuerte y profunda, la angustia le devoraba por momentos, buscaba un argumento para cambiar la decisión que ella acababa de tomar, para pensarlo de nuevo, para quitarle esas ideas de la cabeza, pero no le dio tiempo a decir nada más. María dio por finalizada la visita guiada por el profundo Londres (lo que tardó del café de la esquina al hostal más próximo) y con un brusco aspaviento le dio la espalda mientras pronunciaba sus últimas palabras, las que sentenciaban la historia que les unió durante dos años.
– Bueno, Carlos, creo que ya no tenemos nada más que hablar. Me voy, es mejor así.
Con las mismas, volvió a saltar la cama, llegó hasta la puerta y la cerró tras de sí. Ni un beso, ni un abrazo, ni una palabra de consuelo, ni una mirada de compasión. No tuvo valor ni de mirarle a la cara. Sus pasos crujían ya por la escalera, llegó a la recepción, y atravesó la puerta de cristal haciendo sonar la campanita que colgaba del techo.
Carlos seguía ahí, en el mismo sitio, en el centro de la habitación de un hostal de mala muerte en el centro de Londres, mirando el cartelito de “no molestar” que aún se balanceaba en el picaporte, con la bolsa de fin de semana en la mano. Dobló las piernas y se dejó caer en el borde de la cama, que no quedaba muy lejos. Por fin dejó la bolsa con sus cuatro trapillos para el fin de semana a su pies, y se quedó mirando al suelo.
Qué panorama… la moqueta estaba sucia y rota, las paredes empapeladas tenían humedades por todas partes, y el lavamanos estaba lleno de pelos en el desagüe y de manchas de óxido por la caída constante de agua con un grifo que no cerraba bien.
Ya no había nadie.
Pensaba qué distinto era todo hacía unas horas, en Madrid…
2 Comments
Esto es ficción???? o realmente María eres tu???????????
voy a seguirte, encantada de conocerte.
Mi querida Miss Dinamite…
Si te dijera si soy yo o no, tendría que decirlo para todo lo que escribo, y para mí perdería parte importante de la esencia de este Blog…
Me gusta que no haya diferencia entre mis posts, por eso: todos son sobre mí, ninguno es autobiográfico, sólo hablo de cosas que pasan a mi alrededor, todo me lo invento…
Y así es…
Besitossssss
Sandrix